La inédita ola migratoria, producto de la guerra en Ucrania, pone en alerta a las autoridades, que temen que la política de puertas abiertas aliente a las mafias migratorias.
Hacen falta nueve horas y la suerte de encontrar un vuelo directo para salir de Vladivostok, una diminuta ciudad del gélido este ruso con puerto en el mar de Japón, y llegar a Moscú. Para Veronika Semenova no fue ni la mitad del viaje. De Moscú a Armenia, paradas en Grecia, Polonia y Alemania, y casi cuatro días después, Buenos Aires. Había empacado todo lo que le permitió su embarazo de ocho meses, una hija de seis años y la incertidumbre de marcharse sin planes de volver hacia una ciudad que no conocía y donde no la esperaba nadie. Pasó la primera noche en un hotel del barrio de Abasto, punto neurálgico de la Buenos Aires que aún abraza el tango y el delito callejero, y la primera vez que salió vio como un hombre rompía el vidrio de un coche en un asalto. Era mayo de 2022. En esa ciudad iba a vivir desde entonces.
“Después de la experiencia que estábamos viviendo era difícil que nos sorprendiera algo”, recuerda casi un año después, y suelta una sonrisa. Mientras sostiene en brazos a la pequeña Aurora, que acaba de cumplir siete meses, e intenta no perder de vista a Nicoleta, que corretea por el parque, Veronika, de 35 años, cuenta que su primera impresión no fue la definitiva. “En ese momento solo me importaba la bebé que estaba por nacer y que huyéramos de Rusia”, dice. “Buenos Aires terminó siendo más linda de lo que imaginaba. Los árboles, todo muy verde, esos colores tan vivos, la gente que es muy amable”.
Decenas de miles de mujeres han seguido sus pasos desde que estalló la guerra de Rusia en Ucrania, el 24 de febrero del año pasado. No hay una manera directa de hacer los más de 13.000 kilómetros que separan Buenos Aires de Moscú, pero un sistema de salud con hospitales privados de lujo e instituciones públicas gratuitas y de primer nivel, junto a una tradición constitucional de acoger a “todos los hombres del mundo que deseen habitar el suelo argentino” bien valen el intento. Más de 22.000 personas con pasaporte ruso han llegado a Argentina solo entre finales de enero y mediados de febrero. Unos 9.000 se han quedado en el país, según datos provistos por las autoridades migratorias, y al menos 2.400 han empezado los trámites de residencia.
Veronika juega con su hija Aurora en un parque del barrio de Belgrano, al norte de Buenos Aires.MARIANA ELIANO
El fenómeno no es nuevo –ni siquiera es exclusivamente ruso– pero es uno de los pocos temas que ha logrado distraer a los argentinos en un año electoral en el que el Gobierno sufre una pelea de facciones, la oposición intenta no perder votos ante el auge de la ultraderecha, y la inflación corre hacia el 100% interanual. La polémica estalló a mediados de este mes, cuando las autoridades migratorias detuvieron en el aeropuerto de Ezeiza a seis mujeres con el embarazo en sus últimas semanas por considerarlas “falsas turistas” .
Argentina mantiene un acuerdo con Rusia desde hace más de una década por el que permite que los turistas de ese país permanezcan en territorio argentino por tres meses. El recoveco que les permite acceder a la nacionalidad no es ilegal: si una mujer viaja en sus últimas semanas de gestación y tiene a su bebé en Argentina el hijo nace argentino por el derecho de suelo garantizado por la Constitución de 1853. Los padres pueden acceder a la residencia permanente y optar por la nacionalidad por extensión. El pasaporte argentino también tiene sus ventajas: es uno de los 20 con menos restricciones del mundo y, como pocos en América Latina, permite viajar a la Unión Europea sin tramitar un visado turístico.
La oportunidad que han visto miles de madres rusas, la mayoría de ingresos medios o altos y con educación universitaria, ha desatado una crisis en la Dirección General de Migraciones. “Bienvenidas sean todas las que quieran vivir en nuestro país. El problema es que no se quedan a vivir, se llevan el pasaporte… y terminamos encontrando espías rusos en Eslovenia con el pasaporte argentino”, protestaba hace unos días su directora, Florencia Carignano, en un encuentro virtual con corresponsales extranjeros.
Para Carignano, con todos los focos encima estos días, estas familias “no tienen la intención de quedarse”, buscan aprovechar de las bondades del pasaporte argentino y son acarreadas por “mafias” que les dejan todo hecho. Mientras miles de familias rearman su vida en Buenos Aires buscando alquileres que no sean abusivos, escuelas que enseñen idiomas y amigos en una lengua que no controlan, la Justicia ha empezado a investigar a las organizaciones que cobran a muchas de ellas miles de dólares por buscarles piso, organizar los partos y poner sus documentos en regla para acelerar los trámites migratorios.
“Imagino que la situación da para todo tipo de fraudes, pero toda la gente que conozco solo busca un futuro mejor: la oportunidad de elegir el mejor futuro para nuestros hijos y un lugar tranquilo para establecerse por un tiempo”, dice Marina Nevidanova, de 45 años, que ha tenido dos de sus cuatro niños en Buenos Aires. Llegó por primera vez en 2019 con su tercer embarazo, y ella y su marido decidieron retornar definitivamente a Argentina en abril de 2022, donde tuvieron otro bebé. “Buenos Aires es una ciudad inusualmente hospitalaria”, afirma. Sus dos hijas mayores, de 13 y 14 años, ingresaron a una escuela pública en mitad del año. “Hay días alegres y otros de llanto” en su casa con dos adolescentes, dice, pero Marina prefiere enfocarse en las sonrisas. “Las tradiciones argentinas son muy amables: invitan a todos los chicos de la clase a los cumpleaños y comparten la comida que llevan para el almuerzo”, cuenta.
Lo más difícil es tener lejos a su familia, y sabe que aún habiendo optado por la ciudadanía argentina y poder volver sin problemas, el viaje a Rusia es casi imposible: calcula que tendrían que gastar 15.000 dólares para toda la familia en los pasajes. “Pensando en ese monto creo que es más fácil traer a los abuelos de visita”, cuenta. Tanto ella, que trabaja en una agencia de publicidad “que ha disminuido mucho su actividad estos meses”, como su marido, que es ingeniero en sistemas, han continuado trabajando a distancia para empresas rusas. “No es fácil, pero tampoco es un drama”, cierra.
El trabajo a distancia es la opción para la mayoría de las familias que han llegado a Buenos Aires. Veronika Semenova, que acaba de recibir su residencia permanente en Argentina, era funcionaria del Gobierno local de Vladivostok y ansía volver a trabajar cuando las niñas se lo permitan. Su marido, Alexei, continúa trabajando a distancia para la misma concesionaria de coches usados de su ciudad. “Nuestro dinero está bloqueado en los bancos de Rusia”, cuenta Veronika, “no podemos usar nuestras tarjetas fuera del país”. El autoenvío de remesas es su única salida. El cambio al que reciben sus pesos argentinos es mucho mejor que el impuesto por el Gobierno para los locales, pero no ayuda en un mercado inmobiliario que espera dólares de los extranjeros y pagos de por lo menos tres meses por adelantado. “Terminamos perdiendo mucho al buscar los dólares en la calle”, confía Veronika, que ya ha recibido ese bautizo de fuego de la vida diaria en Argentina.
La búsqueda de alquileres es solo uno de los temas que miles de rusos discuten a diario en canales de Telegram. Unas 5.200 personas hablan a diario en uno que el traductor automático del móvil llama “Dar a luz en Argentina”, en el que el precio de los alquileres y de las clínicas privadas de maternidad, que cobran hasta 3.000 dólares por un parto, son temas de todos los días. También se discute sobre la facilidad de algunos trámites, quiénes son los traductores más amables, algunos buenos restaurantes y sobre otras ciudades donde vivir que no sean Buenos Aires: Mar del Plata, en la costa atlántica, y Mendoza, en la frontera andina con Chile, son las predilectas. “Todavía no hay nadie de mi círculo cercano en Rusia que se haya animado a venir”, cuenta Veronika. “Pero esos grupos han sido nuestro gran apoyo. Hemos hecho muchos amigos”.
Veronika dio a luz a Aurora en un hospital público (son gratuitos, sin importar el origen del paciente) tras haberse hecho todos sus controles en una clínica privada. Fue a buscar una segunda opinión y terminó entrando en labor de parto. “Me sorprendió la calidez de los doctores y lo predispuestos que estaban a ayudarnos a pesar de que no podíamos comunicarnos”, cuenta. El nacimiento de su bebé lo vio Alexei, su marido, y la intérprete que habían contratado. En algunas clínicas privadas han empezado a escribir algunos carteles de los pasillos al cirílico, pero en las maternidades públicas el trabajo es más arduo.
“Estamos acostumbrados a atender gente extranjera, solo cambió la nacionalidad”, confía a este periódico en condición de anonimato el jefe de una de las maternidades públicas más importantes de la ciudad. “No solo atendemos rusos, sino gente de todos los países vecinos. Es altísimo el porcentaje”, afirma. “La llegada de mujeres rusas es un fenómeno totalmente nuevo y se nos complica. Hay mujeres que hablan solo ruso y vienen con una traductora, pero en un trabajo de parto si tenés que explicar algo y no tienen traductora se hace muy difícil. Usamos el traductor del celular, pero es poca la comunicación. Algunas hablan inglés, pero no siempre. Y no es solo el parto, después tenés que seguir al bebé”, advierte.
Tanto Veronika como Marina están aprendiendo español y balbucean algunas palabras, pero sus hijas le han agarrado la mano más rápido al idioma. Ambas planean establecer la vida de sus familias en Argentina y confirman que la mayoría de sus nuevas amistades están haciendo lo mismo. Veronika, que dejó el barrio del Abasto y ahora vive en el norte de la ciudad, rodeada de parques, restaurantes y vida nocturna, afirma que ha sido un alivio encontrar una ciudad con los brazos abiertos. “Es difícil pensar en volver a Rusia incluso tras el fin de la guerra”, dice al terminar la entrevista. “Incluso si se va Putin, no sabemos qué quedará de nuestra economía”.
Por José Pablo Criales / EL PAÍS América